Y comienza así: Eran las seis y media de la tarde en una Barcelona que estaba esperando el invierno, que entraría en poco menos de dos semanas. Una ciudad con su negro asfalto y las típicas baldosas de cemento hidráulico que adornan las aceras, con esa flor tan peculiar en su centro. La población esperaba la Navidad, con las calles ya engalanadas para la ocasión, con las luces colgadas de punta a punta, atravesando la calzada por el aire en las vías más comerciales. Esas guirnaldas de bombillas apagadas la dotaban de una impresión aún más fría, como si le hubieran puesto un collar de perlas falsas, desconchado por completo el nácar que las había recubierto. Grises por todas partes. El cambio horario europeo de invierno dejaba en falso los ocasos del reloj, pues estos se producían dos horas antes de que el sol hubiera dictaminado su sentencia natural. Pero ese baño de luz tenue, que los rayos son incapaces de superar cuando el fuego esconde su cabeza en las montañas del oeste, desaparece en esa época del año a la velocidad de un parpadeo, y las calles se ensombrecen dando la bienvenida a la noche. Y ahí estaba
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