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Oro
Dicen que el brillo del oro
es el rey absoluto,
que su fragancia y su fuerza
gobiernan la felicidad,
o más mansamente expresado
le da un empujoncito,
la hace aflorar del pozo de la tristeza.
Y yo me río.
Banal el que con ese aliento
tira del carro de la vida.
El brillo del oro lo explicó Quevedo.
Ciega. Emborracha como el licor.
Te deja pegado al poder
como el cliché de una fotografía.
Te da la gloria, te da la fama,
pero es efímero, y te humilla.
Luz trivial que no perfora
el pensamiento, el sentimiento real.
Dicen que el oro embelesa
y te hace sonreír.
Y yo me río.
Siempre me invadió la pobreza,
la que me forzó a pensar,
a sentir, a no olvidar.
Y mi felicidad nunca se reflejó
en su deslumbre.
Si alguna vez la obtuve
me fue gratuita,
me fue regalada.
Escondida entre las páginas que leí,
y las que de mi pluma nacieron,
estuvo dentro de las risas de mis hijos,
y los hijos de ellos,
en los abrazos de la enseñanza
y la ternura,
en el paciente ejemplo,
en la alentadora palabra del cambio
o de la proyección.
Dicen que el oro da la felicidad
pero yo nunca hallé mi sonrisa
mirándome en el espejo de la ceguera.
MEG.
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